Impregnado de las imágenes que el cine deja en nuestra memoria muy silenciosamente (o, conjeturo, con el ruido ínfimo del proyector de 16 mm), uno siempre tiene la tendencia a colocar en su mano pequeños vasos de extraños entretejidos de plásticos impronunciables cuyo contenido, caliente o tibio, invierno u otoño (y, a veces, las otras dos estaciones también); suele ser un apetecible café con leche. Digo: ¿cuantos expectadores de Manhattan, Annie Hall o Hanna y sus hermanas caminaron por las calles del microcentro o de alguno de esos barrios pudientes (ahora llamados jacobinamente "Comunas") imaginando conversaciones interesantes con un vaso de café en la mano, hablando mal de un libro famoso, quejánodse por el paso del tiempo o la religión, hablando de Bergman sin haber visto uno solo de sus films? Bueno, yo soy uno de esos traidores a la patria que se piensa en blanco y negro y toma de vez en cuando algún café, extiende su campera barata fruto del guardarropa vaciado de un tio y la convierte en un sobretodo, se detiene en la mesa de saldos y se inclina más (casi siempre) por el siglo XIX o por la Teoría Literaria.
Café con leche: $1.00 chico/$1.50 grande. Facturas: $0.60.
¿Qué tomar? Hector, un amigo de la casa, pasa cerca de las 10:30, 11 de la mañana, por la esquina de Cabildo y Pampa con sus termos de café y leche, vendiendo el vaso grande a $1.50 y el chico a $1.00; las facturas acompañan siempre con su descontada calidad a $0.60... Nuestro Starbuck, siempre a tono con la leyenda de Palito Ortega cafetero, triunfando en los ´70 y cagandonos a todos con su período de gobernador, su alianza con el menemismo, su llanto frente a una estática Susana Gimenez y a un aberrante (suele ser su costumbre) Eduardo Feinmann y su nefasta prole que sigue invadiéndonos con producciones modernas y brillantes, jugando a ser artys con una onda siempre fuera de tono.
Pero el café está buenísimo, eh.