jueves, 14 de febrero de 2008

"La educación sentimental", de Gustave Flaubert.


Abajo, en una salida, servían tazas de café con leche. Algunos curiosos se sentaban bromeando a las mesas; otros se mantenían de pie, entre ellos un cochero de coche de alquiler. Tomó con ambas manos un tarro de azúcar molida, lanzó una mirada inquieta a derecha e izquierda y comenzó a comer vorazmente con la nariz hundida en el gollete del tarro.

FLAUBERT, Gustave. La educación sentimental, t. II. Buenos Aires: Ed. Losada, 1980. P. 10

En el camino

Impregnado de las imágenes que el cine deja en nuestra memoria muy silenciosamente (o, conjeturo, con el ruido ínfimo del proyector de 16 mm), uno siempre tiene la tendencia a colocar en su mano pequeños vasos de extraños entretejidos de plásticos impronunciables cuyo contenido, caliente o tibio, invierno u otoño (y, a veces, las otras dos estaciones también); suele ser un apetecible café con leche. Digo: ¿cuantos expectadores de Manhattan, Annie Hall o Hanna y sus hermanas caminaron por las calles del microcentro o de alguno de esos barrios pudientes (ahora llamados jacobinamente "Comunas") imaginando conversaciones interesantes con un vaso de café en la mano, hablando mal de un libro famoso, quejánodse por el paso del tiempo o la religión, hablando de Bergman sin haber visto uno solo de sus films? Bueno, yo soy uno de esos traidores a la patria que se piensa en blanco y negro y toma de vez en cuando algún café, extiende su campera barata fruto del guardarropa vaciado de un tio y la convierte en un sobretodo, se detiene en la mesa de saldos y se inclina más (casi siempre) por el siglo XIX o por la Teoría Literaria.


Café con leche: $1.00 chico/$1.50 grande. Facturas: $0.60.

¿Qué tomar? Hector, un amigo de la casa, pasa cerca de las 10:30, 11 de la mañana, por la esquina de Cabildo y Pampa con sus termos de café y leche, vendiendo el vaso grande a $1.50 y el chico a $1.00; las facturas acompañan siempre con su descontada calidad a $0.60... Nuestro Starbuck, siempre a tono con la leyenda de Palito Ortega cafetero, triunfando en los ´70 y cagandonos a todos con su período de gobernador, su alianza con el menemismo, su llanto frente a una estática Susana Gimenez y a un aberrante (suele ser su costumbre) Eduardo Feinmann y su nefasta prole que sigue invadiéndonos con producciones modernas y brillantes, jugando a ser artys con una onda siempre fuera de tono.

Pero el café está buenísimo, eh.

martes, 12 de febrero de 2008

La educación cafeteril

El bar La Armonía: Entre Rios y 15 de Noviembre de 1889

Ninguna tarde calurosa puede frenar a nuestro estomago insaciable, a nuestro incansable paladar latinoamericanista (con resacas afrancesadas, cercanas tanto a la mariconería mediática aludida por antiguos jefes de gobierno como a la incansable tendencia nacional a tener un ojo puesto en las luces europeas y el otro en opacas corporlidades que yacen en nuestros pantalones); estomago que, de una manera u otra, buscará hacerse de un café con leche a eso de las 17 horas, varado en esta ocasión en las inmediaciones de Constitución, para ser más exactos, en la esquina de Entre Rios y 15 de Noviembre de 1889. Ubicado en el exacto punto de cruce de estas calles se encuentra el café La Armonía, de fachada melancólica (inclusive con los rayos de sol pegándole de frente), rodeado de una infinita avenida que conoce tanto de autos como las nobles señoritas que, gustosas, lo saludan a uno con algún piropo improvisado, y que no es otra cosa que un llamado desde el más allá a intercambiar humedades por escasos billetes en camas baratas de algún hotel alojamiento de la zona (habrá miles: hay un blog que se encarga de detarllarlos, nosotros seremos más honestos con nuestra reservada masculinidad).

Café con leche, vaso de agua y tres medialunas: $5.80

Sentado contra la ventana, el infatigable Sr. Nadie pide un clásico: café con leche y tres medialunas (dos de grasa y una de manteca, por supuesto: la densidad de masa en una compensa la falta de cuerpo de las otras dos; al igual que el sabor de las últimas anula la falta de gusto identificable de la primera). El mozo, de rigurosa camisa blanca y moño negro, tarda segundos en disponer en la mesa una taza abierta en flor: un círculo que nace sobre la base y se abre hasta llegar a la cuasi-erótica circunferencia de entrada. La taza en cuestión no se encuentra vacía: dentro de ella anida el espeso/expreso café que, de inmediato, se ve invadido por la leche que cae de una jarra sostenida por la mano del consabido camarero del lugar. Las medialunas, en un plato aparte, no tardan en incorporarse a la mesa junto con el infaltable vaso de agua. Tres sobres de azúcar, abiertos uno después de otro, terminan el brebaje que se sorbe acompañado de Monsieur Flaubert y su "eduación sentimental": el sentido del gusto, agradecido.


Federico Moreau en apuros idealistas.
Nosotros: entregándonos a la sutil materialidad del café con leche.


¿Resultado de la transacción?: $5.80. Recomendable hasta el cansancio, sobre todo para tardes de otoño... Habrá que esperar un poco antes de volver.